La Sombra del Alcázar (I), por Isabelo Herreros

Encontramos en el Digital Castilla la Mancha un artículo escrito por Isabelo Herreros, que amablemente ha accedido que publiquemos en este blog. Consta de dos partes y en ellas el autor nos comenta datos muy interesantes sobre el proceso detrás del traslado y el expolio del Museo del Ejército. Os dejamos a continuación con la primera parte, y proximamente publicaremos la segunda.

«En la novela La catedral escribía Vicente Blasco Ibáñez acerca de la sempiterna sombra del templo primado toledano, bajo la que habían vivido y vivían desde hacía siglos los habitantes de la vieja ciudad levítica. Pero si el peso de esa más que lúgubre sombra ha sido asfixiante no lo ha sido menos la del Alcázar, histórica y emblemática sede de la Infantería española. La sublevación militar de julio de 1936 convirtió la otrora Academia de Infantería, Caballería e Intendencia en uno de los mitos de la cruzada y del nacional-catolicismo. Al día de hoy, afortunadamente, el nombre del Alcázar toledano está asociado también a una espléndida biblioteca, en la que no hace mucho se presentaba un libro singular y muy bien escrito e ilustrado: Emelina, la belleza que alumbró a la República, cuyo autor es Enrique Sánchez Lubián; se trata de la historia de Emelina, una chica de Alcázar de San Juan que fue Miss España en 1931 y, también, con este hilo argumental, el autor nos relata cómo eran aquellos primeros concursos de belleza. Coincidí en el acto con unos amigos, también aficionados a la Historia, y comentamos las paradojas que se dieron en aquella guerra y en aquel asedio a la Academia, como fue la ocurrida a comienzos de septiembre de 1936, cuando tres de los mandos militares más relevantes de las fuerzas sitiadoras eran nada menos que un músico, Gustavo Durán, y dos pintores: Vela Zaneti y Luis Quintanilla, obligados por las circunstancias a ordenar el bombardeo sobre la portada de Covarrubias de la fortaleza, una belleza arquitectónica que habían estudiado en la Universidad.

Pero este es un asunto sobre el que se ha escrito demasiado y si lo cito hoy es solo de pasada y como parte de unos antecedentes necesarios en la historia de un expolio y un acto de barbarie, del que puede que no tengan los castellano-manchegos la suficiente información; me refiero al desmantelamiento y destrucción del Museo del Ejército de Madrid. Aunque seamos «beneficiarios» del traslado parcial de algunas de las colecciones al nuevo Museo, instalado en esa barbaridad arquitectónica y urbanística que se ha perpetrado a los pies del Alcázar, no por ello tenemos que estar de acuerdo y menos aún aplaudir una cacicada iniciada por el gobierno de José María Aznar y continuada por el de José Luís Rodríguez Zapatero.

Los lectores pudieron asistir la semana pasada, a través de los medios de comunicación, al desenlace de una batalla tremenda, mantenida durante varios años, por la posesión del cuadro Guernica, de Pablo Picasso, y no me refiero a la que mantuvo el gobierno de Adolfo Suárez para conseguir que viajase a Madrid desde Nueva York, lo que se consiguió en 1981. Se escribió entonces mucho sobre el «retorno del Guernica«, indebidamente, pues no puede retornar algo que nunca estuvo en España. Pero vamos a la batalla actual, es decir, la mantenida por dos museos nacionales de referencia, el Prado y el Reina Sofía, que se han disputado durante años el lienzo símbolo-denuncia del bombardeo efectuado en abril de 1937, por la aviación alemana, sobre la villa vasca de Guernica. Con los años el cuadro ha transcendido su propio valor artístico y se ha convertido en la expresión plástica más contundente de denuncia de todas las guerras. Como es conocido el veredicto del Ministerio de Cultura ha sido contundente: el Guernica continuará en el Reina Sofía.

Se preguntará algún lector acerca de la relación del conflicto entre los citados museos y el expolio citado al comienzo, al que después me referiré con más detalle, y quizás piense que este columnista se ha ido por los cerros de Úbeda, pero ya verá como no. Seguro que quien haya seguido con atención el contencioso habrá leído una referencia que se hacía, en particular por los defensores del traslado al Prado, -en realidad a una de sus ampliaciones-, al destino reservado para el Guernica, y que era en el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, hasta fecha reciente sede del Museo del Ejército. Es decir, y después creo que lo entenderán mejor, todo este revuelo tiene como origen el desalojo y expolio del Museo del Ejército, en el barrio de Los Jerónimos madrileño, con la excusa de la ampliación del Museo del Prado, que a su vez se argumentaba con la «recuperación» del Guernica para el Prado. Espero haber explicado bien el asunto. Constatada la inutilidad del desafuero, con muchos millones de euros gastados, alguien debería de sonrojarse al menos, ya que el verbo dimitir no se conjuga, pero ya verán como no.

Pero vamos a dejar constancia de esta historia, y a lamentar que en parte se salga con la suya, post mortem, el determinista Spengler, pues aunque tenía más razón Arnold J. Toynbee, a la hora de analizar la evolución y decadencia de las civilizaciones, es el caso que en España hay de antiguo un cuerpo de funcionarios-políticos imbéciles que se perpetúan en el poder a pesar de su incompetencia y estulticia, en cumplimiento del determinismo histórico que nos ha tocado sufrir.

La idea descabellada de recrear en su estado original el Salón de Reinos, colgando en sus paredes obras de Velázquez, hoy en el Prado y en otros museos, partió a comienzos de los años ochenta de la Universidad de Yale, con los profesores Elliot y Bown como valedores, tras un estudio sobre el reinado de Felipe IV. En su afán por llevar el agua al molino de esta tesis olvidaron, premeditadamente, los escritos de Cea Bermúdez, de principios del siglo XIX y otro estudio, más completo, de Elías Tormo, de principios del siglo XX. Ambos autores demostraban que era imposible restaurar dicho salón a un estado cercano al original. Al actual «proyecto» se le habían añadido otras ocurrencias, como la de colgar, junto a La rendición de Breda, Los fusilamientos de la Moncloa de Goya y, la joya de la Corona, el Guernica.

Lo cierto es que el gobierno de Felipe González, allá por 1990, «compró» esta mercancía, y se llegó a hablar del traslado del Museo del Ejército a Toledo, para dejar paso libre a esta ocurrencia. Pero pasaron los años y nada se hizo. Pero quien si que se lanzó a esta aventura, en julio de 1996, fue José María Aznar, suponemos que asesorado por sus historiadores de cabecera. En cuanto se conoció esta decisión política la mayoría de las Reales Academias mostraron su discrepancia. El brazo ejecutor que inició el proceso de liquidación del Museo más antiguo de Madrid no fue otro que el entonces ministro de Defensa, Eduardo Serra, a quien premiaron después estos y otros desvelos nombrándole presidente del Patronato del Museo del Prado.

No queda muy lejano el aniversario, bicentenario de nuestra Guerra de la Independencia, y como dato más que anecdótico quiero traer a la memoria que fue el grupo de militares destinado en el Museo de Artillería el primero en alzarse en armas contra la invasión francesa. Ya me extenderé un poco más sobre continente y contenido del histórico museo en la segunda parte de este artículo.»

Isabelo Herreros

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