Los Recuerdos de la luchas contra la Piratería en Filipinas, por Gabriel Rodríguez

escalera    En el Museo del Ejército, cuando lo era realmente, podían verse, en la escalera principal y en la sala de Ultramar, varias lantakas, curiosos cañones giratorios de bronce, de distintos calibres. Eran los recuerdos de la lucha contra la piratería malayo-mahometana, en Filipinas.        

    Los misioneros españoles tuvieron una gran aceptación en aquel archipiélago, que pronto fue un país cristiano. Pero en el gran conjunto formado por Mindanao, el archipiélago de Joló y las islas Samales, ya habían llegado los musulmanes y la sociedad se parecía a la de los países musulmanes de  África, con la idea clara de la guerra santa contra los cristianos. Estaban divididos en sultanatos, en los que dependían del sultán los dattos, una mezcla de señores feudales y jefes de zona o poblado, que con sus vasallos, ejercían la piratería desde hacía siglos. Eran fanáticos musulmanes, no sabemos si ortodoxos o de alguna secta; muy bien adiestrados para la lucha y la navegación, y muy duros, austeros y resistentes. Se les llamaba moros, como a todos los musulmanes.  Contaban con buena provisión de armas blancas, como los kris y los campilanes, disponían de fusiles modernos, y tenían un eficaz sistema defensivo, con las cottas, fortalezas, bien artilladas con lantakas y establecidas en puntos que dominaban los accesos a aquellas islas, defendidas además por la espesa vegetación tropical. Con embarcaciones ligeras, las vintas, pancos y barotos, muy ágiles y rápidas y armadas con lantakas, eran una amenaza en los mares próximos. Sus eficaces defensas hacían fracasar a las expediciones de castigo con fuerzas reducidas. Recordaba el Mediterráneo con los piratas berberiscos. Se relacionaban con Borneo e incluso con la China.          

    En el siglo XIX, se les combatió en la época de Fernando VII, pero ello decayó después. Cuando fue Ministro de Ultramar Álvarez Méndez, llamado Álvarez Mendizábal (el de la Desamortización), ordenó no combatir a los moros y hacer acuerdos comerciales con ellos; el sultán de Joló accedió al acuerdo, pero los dattos siguieron ejerciendo la piratería.

    Cuando llegó al poder el general Narváez, se decidió resolver el problema con energía. Se hicieron reconocimientos de las islas, que demostraron que el asentamiento más importante de  los piratas era la isla de Balanguingui, por su fortaleza natural, sus fuertes cottas y su elevado número de guerreros y embarcaciones. Los intentos de penetración en las islas con fuerzas reducidas eran fácilmente rechazados, por lo que el Capitán General Clavería ordenó al coronel Peñaranda que hiciera un reconocimiento de Balanguingui, con mayores medios, pero fue también rechazado. Entonces organizó una expedición con potentes medios navales y terrestres, que tras durísimos combates, en febrero de 1848, dominó la isla, destruyó sus fortificaciones y se llevó su armamento; así aquella fuerte  guarida de piratas quedó anulada para mucho tiempo. Fue la operación más importante contra la piratería.  

    El más extraordinario hecho de armas contra la piratería tuvo lugar el 17 de noviembre de 1861. Fue el asalto y toma de la cotta de Pagalugán, en Mindanao, el único caso conocido de que un barco embistiera con la proa a una fortificación terrestre. En marzo de ese año, el después famoso almirante Méndez Núñez ascendió a capitán de fragata y fue destinado al mando de la División de Fuerzas Sutiles del Sur de las Visayas, del que se hizo cargo en septiembre. Tenía a su cargo la vigilancia de la zona más expuesta a los ataques de los piratas. 

    En Mindanao, se había ocupado y guarnecido el puerto de Cottabato, que servía para la vigilancia de las costas de aquella isla, cuya capital, Zamboanga, era el único puerto con actividad notable. En Mindanao, fuera de Zamboanga y los pequeños puertos, la autoridad española se basaba sobre todo en los acuerdos con los sultanes de Buayán y Tumbao y los dattos, a quienes se respetaba su organización y se les exigía la adhesión al Rey de España y un tributo. A veces había sublevaciones y guerras locales, que   terminaban con expediciones que los obligaban a someterse y dejar de ejercer la piratería, a la que volvían después.

    En el citado año 1861, el datto Maghuda, que dominaba en el Río Grande de Mindanao, posiblemente como reacción contra la ocupación de Cottabato, que dificultaba  la piratería, se sublevó y se lanzó a las acciones piráticas, en las que se llegó a cañonear a barcos mercantes y a atacar a pueblos costeros de indígenas cristianos. Maghuda contaba con varios miles de hombres, dispuestos siempre a la guerra santa contra los cristianos,y con la enorme y fuerte cotta de Pagalugán, que dominaba dicho río. Esa cotta estaba artillada con cuatro cañones modernos y un gran número de lantakas. Dominaba el río, elevada sobre un estrecho recodo del mismo, en el que las embarcaciones derivaban por la corriente, quedando bajo el fuego de los cañones. La guarnecían unos quinientos hombres, más otros mil en su pantanoso exterior.    

    Para acabar con la situación de inseguridad e incluso de terror, en aquella región, el Capitán General decidió organizar una expedición, con medios suficientes para tomar aquel reducto de piratas y dominar el Río Grande. Era Jefe de Estado Mayor el coronel D. José Ferrater, que fue nombrado jefe de la expedición y de su fuerza terrestre, formada por seis compañías de Infantería, cuatro piezas de Artillería de Montaña y una sección de Zapadores. La fuerza naval, mandada por el capitán de fragata Méndez Núñez, se organizó con dos corbetas, la «Constancia», buque insignia, y la «Valiente»; cuatro cañoneros y cuatro falúas, más tres veleros para el transporte de tropas. El día 16, los buques de esta fuerza naval se concentraron en aguas próximas a Cottabato y, a continuación, encabezados por la «Constancia», zarparon hacia el Río Grande y lo remontaron hasta un recodo del mismo, entre el dominado por la cotta y su desembocadura. Al asomar la «Constancia», hicieron fuego desde la cotta, pero sin alcance suficiente. Allí fondearon los buques y  desembarcaron dos compañías, para reconocer las defensas de la fortaleza, misión que no pudieron cumplir, por impedir su aproximación una extensa ciénaga. Entonces hizo el reconocimiento Méndez Núñez, con tres botes. A su regreso a la «Constancia», se inició la  preparación del ataque planeado, con el desembarco de un agrupamiento formado por dos compañías de cazadores y una de granaderos y dos piezas de artillería, que ocuparon una posición frente a la cotta, para atacarla, con el apoyo de los fuegos de los barcos. Con un bien coordinado plan de fuegos terrestres y navales, se iba a realizar el asalto, franqueando los obstáculos y llevando escalas para salvar la muralla. Pero tan bien preparado plan fracasó, por ser imposible tanto batir la cotta sin alcanzara los asaltantes, como mantener los cañoneros su fuego con eficacia, por la inestabilidad que les causaba la fuerte corriente del río en el recodo. Ante esta situación, el coronel Ferrater, el capitán de fragata Méndez Núñez y el teniente de navío Malcampo, comandante de la «Constancia», estudiaron reunidos la conveniencia de retirarse y volver a atacar la cotta con más fuerzas. Pero Méndez Núñez expuso la temeraria idea de embestir a toda máquina con la «Constancia» contra el muro del fuerte y asaltarlo simultáneamente desde tierra y desde la corbeta. El coronel aprobó esa novedosa acción y decidió un nuevo asalto. Entonces Méndez Núñez ordenó disponer a los infantes y marineros para el asalto, mandados por el entonces alférez de navío D. Pascual Cervera. A una señal, a las ocho y cuarto de dicho día, la «Constancia» abordó la fortaleza, que fue asaltada simultáneamente por  la tropa y marinería dispuesta en la corbeta y por la fuerza desplegada en tierra. En el combate murieron unos doscientos de los ocupantes de la cotta, entre ellos el datto Maghuda, y los demás huyeron. Las bajas propias fueron dieciocho muertos y noventa y ocho heridos. La fortaleza fue volada, después de recoger lo que tenía interés. Así quedó anulada la terrible cotta de Pagalugán. Se recogieron las banderas, enviadas al Museo Naval, y muchas armas, entre ellas varias lantakas y armas blancas, que fueron enviadas al entonces Museo de Artillería. Son las lantakas que tenía el Museo del Ejército y parte de las armas blancas de su Sala de Ultramar.                            

                                                                                                       

                                                                                                            Gabriel Rodríguez

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